Por: Pipo Rossi
José de San Martín se sintió aliviado cuando el Ejército de los Andes pisó suelo chileno y, desde lo alto, pudo contemplar el imponente valle del río Aconcagua a sus pies. Sabía que el mayor desafío había sido superado y llegaba la hora de la verdad.
Las dos columnas principales que habían cruzado la cordillera de los Andes por pasos diferentes se reunieron en San Felipe, del lado chileno. Pronto comenzaron a llegar al campamento los informes de inteligencia provistos por espías y paisanos dando cuenta de que en la cercana cuesta de Chacabuco se hallaban 2.000 o más soldados veteranos a las órdenes de Rafael Maroto, cerrando el paso hacia Santiago. Desde la infausta derrota de Rancagua y el fin de la Patria Vieja, la capital chilena había vuelto a estar en manos de los españoles.
San Martín decidió entonces atacar antes de que el enemigo recibiera los refuerzos que esperaba, pese a que parte de la artillería aún estaba en camino. En la madrugada del 12 de febrero de aquel año de 1817, bajo un cielo estrellado, el ejército patriota comenzó la trepada de la cuesta de Chacabuco para caerles por sorpresa a los realistas allí parapetados.
San Martín había planificado una operación de pinzas, una táctica que conocía al dedillo: Bernardo O’Higgins avanzaría por Cuesta Vieja y atacaría el flanco derecho del enemigo, mientras que Miguel Estanislao Soler llegaría por el camino de Montenegro y se encargaría del flanco izquierdo. En caso de ser necesario, él mismo acometería una carga de frente. La maniobra debía ser sincronizada atento a las diferentes distancias y características del terreno a recorrer por unos y otros.
A causa de los dolores reumáticos que solían presentarse con frecuencia, el día de la batalla apenas pudo montar a caballo. “Era su cabeza y no su cuerpo el que combatía”, escribiría Bartolomé Mitre años después en su crónica histórica. Al comienzo de la lid, se vivieron algunos instantes de zozobra y desconcierto cuando, ante un sorpresivo movimiento de Maroto, O’Higgins embistió sin aguardar que los granaderos de Soler llegaran al lugar prefijado y ocuparan sus posiciones, obligando a San Martín a entrar en acción para respaldarlo y evitar una catástrofe. Cuando la división de Soler entró en acción, la batalla se revirtió rápidamente a favor del bando patriota, con meritoria actuación del batallón de infantería integrado por esclavos negros. A las dos de la tarde los realistas se rindieron.
Desde el teatro de operaciones, San Martín, complacido por el resultado, envió al Director Supremo Juan Martín de Pueyrredón un adelanto del parte de la victoria: “Excelentísimo Señor: Una división de mil ochocientos hombres del ejército de Chile acaba de ser destrozada en los llanos de Chacabuco por el ejército de mi mando en la tarde de hoy. Seiscientos prisioneros entre ellos treinta oficiales, cuatrocientos cincuenta muertos y una bandera que tengo el honor de dirigir es el resultado de esta jornada feliz con más de mil fusiles y dos cañones. La premura del tiempo no me permite extenderme en detalles, que remitiré lo más breve que me sea posible: en el entretanto, debo decir a V. E., que no hay expresiones como ponderar la bravura de estas tropas: nuestra pérdida no alcanza a cien hombres. Estoy sumamente reconocido a la brillante conducta, valor y conocimientos de los señores brigadieres don Miguel Soler y don Bernardo O’Higgins”.
Como trofeo, envió uno de los pabellones de guerra capturados al enemigo. “Ayer fue un día de locura para este pueblo”, contestó Pueyrredón al día siguiente de recibir la buena nueva. También despachó sendos partes a los cabildos de Mendoza, San Juan y San Luis, en reconocimiento a la ayuda de esas provincias cuyanas que resultó decisiva para lograr el éxito obtenido.
Ahora sólo restaba entrar en Santiago y restituir el poder a los patriotas chilenos. San Martín pernoctó esa noche en la hacienda de Chacabuco y al día siguiente, con bajo perfil, como era su costumbre, ingresó a la capital chilena. Marcó del Pont, el jefe español, intentó fugarse, pero también él cayó prisionero. “Venga esa mano blanca”, ironizó el Libertador al estrechar la mano del vencido, quien le había dicho a Álvarez Condarco que la de San Martín era negra, aludiendo con maliciosa doble intención al color de su piel.
“En veinticuatro días hemos hecho la campaña, pasamos las cordilleras más elevadas del globo, concluimos con los tiranos y dimos libertad a Chile”, concluyó. Quedaba allanado el camino para la independencia de Chile y despejada la ruta por mar hacia el Perú, la siguiente escala que se demoraría por diversas circunstancias. La victoria de Chacabuco fue crucial, llegó en un momento que el proceso independentista de las Provincias Unidas atravesaba una instancia complicada por la contraofensiva española. La gloriosa campaña de los Andes revirtió por completo ese panorama y abrió nuevos horizontes a la gesta continental.
Sin embargo, la independencia de Chile se demoraría casi un año por la imprevista derrota de Cancha Rayada, pero esa es otra historia…