Hay textos escolares, estatuas y corrientes historiográficas. Pero también hay hechos: una revolución democrática, un cartero que trafica la buena nueva mezclada con la correspondencia, la chispa que se hará fuego en mitad de la Plaza. Télam repasa el día a día de la Semana de Mayo en diálogo con el historiador Norberto Galasso. Hasta que salga el sol del 25, que viene asomando.

Puede ser una imagen de cielo y monumento

“En las calles de Buenos Aires no se ven, en las horas de la siesta, más que médicos y perros”, escribía un viajero francés sobre la Gran Aldea. Un pueblo grande de calma chicha. Una chispa en la oscuridad colonial donde las noticias llegaban tarde de tanto atravesar el océano y en la que los conspiradores traficaban “novedades” mezclada con la correspondencia mientras soñaban con una revolución en nombre del rey de España.

“En esos primeros años del siglo XIX la comunicación era por barco y tardaba en llegar tres o cuatro meses; tres o cuatro meses después de producirse los hechos”, cuenta el historiador Norberto Galasso, mientras comienza a separar las hebras de la madeja de la Semana de Mayo en diálogo con Télam.

Los hechos, aquellos hechos, decían que el 18 de mayo de 1810 el Virrey del Río de la Plata, Baltasar Cisneros, ya no podía ocultar lo que toda España sabía y gente inquieta como Manuel Belgrano y Juan José Castelli se acaban de enterar con el arribo del último barco al Puerto de Montevideo: que la Junta de Sevilla había caído.

Esto significaba, ni más ni menos, que gobernar en nombre de Fernando VII era una quimera, pero también un imperativo para quienes pretendían encender en Buenos Aires la chispa de una Hispanoamérica democrática y a tono con “las nuevas ideas” de Libertad, Igualdad y Fraternidad forjadas durante la Revolución Francesa.

“Fernando VII, en un principio, había asumido las nuevas ideas pero después vuelve a ser el reaccionario que había sido siempre”, explica Galasso. Pero la historia, aunque desordenada, se cuenta desde el principio, y a los patriotas poco les importaba lo que el hombre iba a hacer después, cosa que por otra parte nadie podía adivinar. Y esto fue lo que pasó.

El grito sagrado
En enero de 1808 las tropas francesas invaden Portugal y después el resto de la península Ibérica. Carlos V entrega el reino de España a su favorito Manuel Godoy y éste a Fernando VII, quien finalmente dimitirá a favor de José Bonaparte, hermano de Napoleón.

Sin embargo, el pueblo español tenía otros planes y organiza la resistencia a la invasión napoleónica a través de juntas de gobierno instaladas en las principales ciudades, coordinadas por la de Sevilla. Las juntas, unas más que otras, querían también la democratización del reino. Y el fin del absolutismo.

Aquellas juntas de gobierno serían la inspiración de los patriotas americanos. Y el atajo hacia la libertad: Si las colonias son del rey y el rey está impedido de goberrnar, ergo, nos gobernamos nosotros mismos.

Es cierto que Fernando VII levantó las banderas revolucionarias por unos pocos días, tan pocos como los que reinó cuando Napoleón lo puso y lo sacó del trono. Pero aquí las estampitas ya están impresas y eso a nadie le importó.

“La Revolución Francesa repercute en España en la revolución de 1808. Se produce una revolución democrática donde se constituyen las juntas populares, entre ellas la Junta Central de Sevilla, que más tarde será reemplazada por el Consejo de Regencia, que ya no tendrá el ímpetu de las juntas populares”, explica Galasso.

Y agrega: “Esta pérdida de vigor revolucionario hace que los patriotas de Buenos Aires y de distintas ciudades de Hispanoamérica tengan resistencia a aceptar el protagonismo del Consejo de Regencia”.

“Cuando se conoce la noticia de que el Consejo de Regencia reemplaza a la Junta Central surge la necesidad de crear órganos locales que formen parte de esa revolución que se está extendiendo en el mundo y que es la revolución por los derechos del hombre, por las libertades, por la democracia”, abunda el autor de “Mariano Moreno y la revolución nacional”.

De boca en boca
Pero Cisneros quiere curarse en salud y el 18 de mayo dice que le importa nada la caída de la Junta Central de Sevilla, que lo había designado el año anterior. Él -insiste para parecer más creíble- seguirá fiel a los Reyes Católicos. Es decir, a don Fernando VII.

Eso sí: nada de formar juntas populares que usen de don Fernando nada más que por el nombre. Esto no lo dice, claro. Pero todos en Buenos Aires saben que lo piensa. “El Sordo”, como lo apodaban después de perder buena parte de su audición en la Batalla de Trafalgar, lo había demostrado a sangre y fuego en Chuquisaca, donde los patriotas pagaron la osadía de la libertad con torturas y centenares de muertos.

Por eso más que cautos había que ser precavidos. Y los patriotas sabían que no hay conspiración sin comunicación y que esta, sin Whatsapp ni señales de noticias, se basa en el boca a boca. Y también en la buena información.

“Se actuaba clandestinamente. No olvidemos que tanto en España como en América predominaba la Inquisición, donde cualquier herejía religiosa era también política, en tanto condenaba cualquier intento de pensar libremente”, razona Galasso.

“Los escritos de Rousseau como de los filósofos de la revolución francesa o de pensadores españoles llegaban a América clandestinamente. Mariano Moreno, por ejemplo, se formaba en la biblioteca de su protector, el canónigo Terrazas en el Alto Perú. Allí encuentra lo que los sacerdotes leían y que no dejaban leer a los demás”, explica.

Quema esas cartas
Sigilosos, haciendo circular la convocatoria a reuniones secretas de boca en boca, los patriotas no dejan de reunirse. En la jobonería de Hipólito Vieytes o en la casa de Nicolás Rodríguez Peña discuten sobre lo que sucede en España, sobre cómo formar un nuevo gobierno, sobre la desnudez del rey y el taparrabos de la libertad.

“La comunicación era personal, como en todo movimiento revolucionario. Los pregoneros eran expresión de la opinión oficial. El Virrey comunicaba a través de los pregoneros, pero los hombres que hacen correr las nuevas ideas y convocan a ir a la Plaza son los ‘chisperos de la revolución’, es la militancia, como siempre”, destaca Galasso, y recupera los nombres de “French, Beruti, Donado, Cardozo, Dupuy y tantos otros”.

Domingo French era cartero. Cobrara a destajo de acuerdo a la cantidad de cartas que repartía. En esa ciudad de calles con altibajos y generalmente embarrada “tenía la posibilidad de tomar contacto con la gente con la excusa de entregar la correspondencia”.

“Era un hombre que estaba en contacto con distintos barrios, con distintos sectores, donde podía difundir las nuevas ideas”, subraya el historiador, quien destaca la heterogeneidad de aquellos hombres que se atrevían a pensar, quizás por primera vez en Buenos Aires, una Patria grande.

“Antonio Beruti era un hombre que estaba inserto en el aparato del Estado; había algunos otros, anónimos, que aparecen en ese momento, desocupados o trabajadores de la única imprenta de entonces, la Real Imprenta de los Niños Expósitos, todos ellos encargados de difundir la formación de las juntas populares en España y los ideales revolucionarios”, detalla Galasso.

El 18 de mayo la revolución amanecía, buscaba su forma sobre la marcha. “La revolución de 1810 no es separatista, como sí lo será en 1816. Si no se diría que la Patria nació dos veces y esto no fue así”, resalta el autor de “Somos libres, lo demás no importa nada”.

“Lo que se produce en la Semana de Mayo es una revolución democrática. Por la presión de la gente en la calle se convoca a un Cabildo Abierto el 22 de mayo”, destaca. Pero para eso todavía deberán pasar días álgidos, bajo la amenaza latente de la trampa y la represión.