Por Cecilia Irina Kobriniec - Periodista
En el ecosistema de la comunicación, cada voz cumple un rol que no siempre se ve ni se valora. Ser dueño de un medio implica decisiones estratégicas y financieras; ser periodista y editor en la redacción, con licenciatura en comunicación o con calle aprendida, exige observar, chequear y contar la realidad con rigor. La voz que se escucha en la radio no es decorativa: es un instrumento que construye identidad y presencia, al igual que los productores movileros que soportan barro, lluvia y viento para que la noticia llegue. Los locutores, por su parte, agregan un matiz que no se improvisa: su voz suma, marca, emociona.
Existe también la comunicación institucional, un rol distinto: ser el canal o traductor de una institución requiere equilibrio, claridad y comprensión de los tiempos y objetivos de la información oficial. Quien elige este camino lo sabe: lo hace por formación, por vocación o porque la calle lo formó. Todo es legítimo.
Lo que resulta lamentable es cuando alguien, desde su propia percepción limitada de “colega”, intenta ponerle fronteras al trabajo ajeno. Eso no solo refleja desconocimiento, sino una clara incomodidad con la diversidad de funciones que sostienen a la comunicación. Es triste, sí, pero ver cómo se desvaloriza el oficio mientras se pretende controlar lo que otros hacen, debería hacernos reflexionar.
En los tiempos que corren, los periodistas somos blanco fácil: se nos acusa de cualquier barbaridad, se nos cuestiona por incomodar. Cada quien defiende su plato en la mesa, y está bien. Pero el silencio, en este oficio, ya no es opción.